El derrumbe del puente más famoso de la historia no solo acabó con la vida de un perro: también cambió la ingeniería para siempre

Pablo Monroy

Poco antes de las 11:00 de la mañana del 7 de noviembre de 1940, un impresionante puente colgante de Estados Unidos estaba a minutos de convertirse en escombros, pero también en parte de la historia de la ingeniería. En aquella mole solo quedaba un perro atrapado al que desafortunadamente nadie podía salvar. Pasados unos minutos de las 11 horas, las cámaras inmortalizaron una de las escenas más impactantes.

Cuando el puente Tacoma Narrows abrió en julio de 1940, su silueta fina y elegante pretendía simbolizar una nueva era de la ingeniería económica y eficiencia estructural. Leon Moisseiff, uno de los ingenieros más prestigiosos del país y artífice del Golden Gate, había diseñado un coloso estilizado que, sin embargo, desde el primer día comenzó a mostrar un comportamiento inquietante. El tablero (superficie horizontal por donde circulan vehículos, personas o trenes) vibraba y se ondulaba, incluso con brisas moderadas.

Los trabajadores bautizaron a la estructura como “Galloping Gertie”, un apodo tan coloquial como revelador, pues indicaba que algo profundo y aún incomprendido estaba perturbando su estabilidad. Los equipos de la Universidad de Washington iniciaron estudios intensivos: modelos a escala, pruebas en túnel de viento y soluciones de emergencia como gatos hidráulicos y cables provisionales. Nada logró detener las oscilaciones.

El puente, demasiado delgado, demasiado ligero, demasiado fiel a una estética depurada, había sido empujado al límite por la filosofía de diseño de la Gran Depresión, una en la que los materiales se reducían a lo imprescindible y la resistencia aerodinámica no era aún una ciencia madura.

El 7 de noviembre de 1940, con vientos de alrededor de 65 km/h, Gertie experimentó lo que la investigación definió como “una transición abrupta entre las oscilaciones verticales habituales y un violento movimiento torsional, que pronto se volvió ingobernable”.

Automovilistas y reporteros vivieron escenas que parecían extraídas de una película de ciencia ficción o de un relato fantástico: tramos del suelo que desaparecían bajo los pies, saltos en el vacío entre ondulaciones y un ritmo de torsión que se intensificaba hasta que la estructura se plegó sobre sí misma.

A las 11:02 de la mañana, el centro del puente cayó al estrecho. La única víctima fue Tubby, un perro atrapado en un coche abandonado. El espectáculo, filmado con una gran nitidez,se convirtió en uno de los documentos visuales más influyentes de la ingeniería moderna. 

Tras la caída, las investigaciones determinaron que el colapso se debió a un fenómeno desconocido entonces en su complejidad: el denominado como flutter torsional. Cuando una de las suspensiones cedió, el tablero adoptó una geometría asimétrica, que permitió que el viento alimentara la torsión del puente.

La estructura dejó de ser agitada por la atmósfera: era su propio movimiento el que generaba la fuerza destructiva, no el viento. La oscilación, “autoexcitada”, creció sin límite, hasta provocar la fractura total.

Aquella tragedia enterró la teoría clásica de la “deflexión”, que sostenía que sólo los movimientos verticales eran relevantes en un puente colgante, y obligó a desarrollar nuevos principios aerodinámicos y un estándar riguroso de pruebas en túnel de viento que desde entonces se aplican en todo el mundo.

En los años posteriores, Estados Unidos reescribió los manuales de ingeniería de puentes. Se diseñó un reemplazo más robusto, con un esqueleto más ancho, cables más pesados y rejillas abiertas, para reducir la acción del viento. “Sturdy Gertie”, inaugurado en 1950, corrigió los errores conceptuales de su predecesora y se convirtió en el símbolo de la lección aprendida a través de la catástrofe.

Décadas después, en 2007, se añadió un nuevo tramo, para absorber el tráfico creciente y mientras los ingenieros construían un puente más seguro en la superficie, el mundo submarino comenzó a reclamar los restos del puente original, que yacían dispersos a más de 60 metros bajo las aguas del Puget Sound.

 De forma extraordinaria, lo que comenzó como un naufragio accidental, terminó convirtiéndose en uno de los arrecifes artificiales más extensos y singulares del Pacífico Noroeste. En las profundidades del estrecho, vigas retorcidas y placas metálicas en ruinas se cubrieron de anémonas, esponjas, algas y capas de organismos que transformaron la tragedia en un hervidero de vida submarina.

Sin embargo, con el paso de los años, el entorno cambió de forma inquietante, pues varios testigos, que bucearon en los noventa, describen un vergel submarino rebosante de fauna, pero hoy, la mayor parte de ese esplendor ha desaparecido. La sobrepesca, combinada con cambios ecológicos en el Puget Sound, ha reducido drásticamente la presencia de especies emblemáticas.

Entre ambas dimensiones, técnica y biológica, hay una lección perdurable: los errores humanos pueden ser devastares, pero también pueden, sin proponérselo, sembrar las condiciones para que la vida florezca de formas inesperadas.

Ver todos los comentarios en https://www.motorpasion.com.mx

VER 0 Comentario